Los peruanos no hacen cola para nadie. Las colas son para los tontos, los apocados, los extranjeros que no saben cómo es la cosa. En Lima, la bulliciosa y caótica capital, los compradores se apiñan y se empujan ante un personal impávido, los choferes inventan carriles entre los tecno-coloridos microbuses colmados de pasajeros, los surfers roban olas como jugadores de béisbol la tercera base, y los ricos se rehúsan de plano a hacerlas, se hacen reemplazar por sus domésticas y aceitan a unos cuantos. Por eso fue extraño ver en setiembre pasado una cola tamaño Copa Mundial en las afueras de Miraflores, un barrio acomodado de Lima. Por tres días, la cola serpenteó en torno al centro de convenciones que alojaba la primera feria gastronómica internacional del país. Los limeños pagaban 20 nuevos soles de entrada, el precio de varios menús de tres platos en un restaurante local, y recorría la fila un clima de deleite. "¡Qué delicia!", dijo Luis Díaz, sobándose la panza de contento ante la idea de pasar todo un día comiendo. Díaz y sus amigos Lourdes Ospina y Diego Carrera esperaron dos horas como si nada, entre fantasías de comida. "Ceviche, mmm, mi favorito; arroz con pato, chupe de camarones" decía, pasando revista a su lista mental de deseos. "He oído que hay helado de lúcuma [fruta selvática de pulpa con textura de yema de huevo duro]", dijo Ospina entusiasmada. "Y picarones [buñuelos fritos de zapallo con miel de chancaca].". |
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